miércoles, enero 02, 2008

Castillos en el Aire
(Los Cimientos de la Duda)
Siempre creí que bastaba con el cansancio, pero aparece reptando para rescatar, de forma inadvertida, toda una turba de prodigios que habitan por los mercados negros del olvido; Si bien, en su presencia, la sordina de los signos fantasea con los apasionados garabatos de la petulancia como si tratase de esquivar los envites de un péndulo envenenado; al tiempo que se desnuda cosiéndonos los párpados del anhelo con pedacitos de fatiga, es capaz de fragmentar los descubrimientos hasta el infinito y ante la tentación de huir hacia parajes que jamás serán despedazados por la nostalgia, nos salpica impregnándolo todo de lejanos e inconclusos deseos; ni siquiera, nos inquieta pensar en la profunda orfandad en la que nos sumergimos, lamentándonos allá en el duermevela de las grutas de la necesidad. Como una antigua hechicera nos embriaga, con fábulas infinitas o con improbables hipérboles aventureras, mientras, la llama de lo imaginario continua maquillando las arrugas del agotamiento hasta convertir sus rasgos en una máscara de incisivos anhelos desconocidos. Luego, tambaleándose, como un pájaro con el ala rota, zarandea la incomprensible paradoja y sin, apenas, recuperación estornuda un rastro de consuelo que más parece un sermón perdido en aquella cumbre donde los carámbanos repletos de refulgentes estrellas holgazanean en los festines inacabados del sobresalto y a los que la trasmutación del párpado alimenta, lánguidamente, en la minúscula resonancia de un ojeador de insomnios. Cínico efecto de un objeto inerte, distraído por no convertirse en una ancestral frontera invisible en su lucha contra la inmortalidad.