Escuchar música no es una ciencia, cualquiera que no esté sordo lo puede hacer; más la música no es igual para todos, para entendernos, es una experiencia subjetiva tanto como la evolución de nuestras creencias y convicciones a lo largo de nuestro periplo existencial. En realidad saboreamos la música como el aderezo de un guiso, solo cuando ciertos sonidos te sacuden como una descarga de electricidad y sus letras te incendian la cabeza puedes considerar que has iniciado un camino sin retorno; Hasta donde puedo recordar, es lo que me pasó cuando escuché por vez primera a Hendrix * y me tradujeron algunas letras de Dylan, en ese preciso momento pasé, emocionado, del gesto al grito del grito al gesto.
A los doce años se hizo la luz, después del cole íbamos al Juke-Box tabernáculo de comuniones adolescentes asentado en el centro de nuestro pequeño mundo; lugar donde los ases del flipper dirimían sus cuentas mientras se cuchicheaban hazañas que, por más que escuchásemos, nunca terminarían de ser demostradas. Las monedas escamoteadas en las cocinas de formica acababan invariablemente en la caja mágica.
Deslizar la moneda por la estrecha hendidura, presionar con firmeza para introducirla entre los bordes limados, seleccionar un título en la pantalla luminosa, oprimir las teclas cifradas y ver como la minúscula cápsula se pone en movimiento suavemente, recorre la hilera de 45 r.p.m. se detiene... la aguja penetra en el primer surco... una vez más el gran escalofrio... la carne de gallina escuchando a Roger McGuinn musitar los versos de aquél que encendió la mecha “Llamaradas rojas atravesaban mis oídos surcando altas y poderosas trampas derribadas con fuego sobre caminos flameantes, usando mis ideas como mapa nos encontraremos en la otra orilla pronto, dije ¡Oh pero yo era tan viejo entonces! ¡ Ahora soy mucho más joven que antes!” (My Back Pages)
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